Había amanecido claro, después de unos días oscuros,
lánguidos y húmedos por tanta lluvia, parecía que los grifos del cielo se
hubiesen abiertos para el final de la humanidad. Fue cuando observé una tenue
luz de sol, que se filtró a través del ventanal de la sala de la biblioteca,
entonces decidí interrumpir mi escritura sobre un cuento infantil que no lograba
culminar, no sé por qué razón mi musa de forma inmediata se detuvo, fue como si
mi mente se apagara súbitamente y no pude avanzar en una letra más. Así que me coloqué encima
un impermeable negro, ese que siempre está colgado en el perchero de madera, justo
en la pared de la entrada de la casa, el que heredé de mi abuela.
Empiezo por decirles que me llamo Gabriela María Colmenares
Ruiz y hoy siento una energía vivificante, como nunca he experimentado, que
enerva mi existir. Salgo entusiasmada y feliz, me impulsa una alegría fresca, posiblemente
motivada a la recién claridad y a mis ganas internas de reencontrarme con la
gente, con el paisaje natural y respirar el aire vacacional de agosto, aunque la
atmosfera tiene aroma de lluvia, la luz solar nos ayuda entibiando r mi
rostro. Les cuento, que soy una mujer,
lo medianamente adulta para saber lo que deseo, moderadamente joven para seguir
aspirando y lo grandemente niña para continuar soñando en este espacio
maravilloso de días perfectos, algunos extraños ,
con dificultades y otros con nefastos imprevistos, accidentados. Pero, esa es la vida…nacemos, experimentamos,
vivimos y morimos.
En cada paso por la ladera, angosta y larga, voy dejando mis huellas marcadas en la tierra y no puedo
evitar ensuciar mis botas altas y
negras arruinadas por el lodazal, no obstante, continuó…Un impulso me aliena,
lo llevo conmigo, recorro mi vista y busco en dirección la calle principal.
Allí todo sigue igual, recién abrieron los comercios: el expendio
de víveres, la tienda artesanal, la panadería y el único hostal que se localiza.
Más allá, después del puentecito, que cruza el pequeño riachuelo, se divisa la iglesia de piedras, la que dicen que tiene
cuatrocientos años levantada. Nunca he entrado, pero cuando atravieso el puente y me detengo en su frontal, que en
este mismo momento lo estoy haciendo, siento que antes estuve allí, que entré
en sus espacios una sola vez, pero, por alguna razón, no recuerdo cuándo ni por
qué. Es lo único que atino recordar.
Bordeo la placita, centro de todo el poblado, siempre me ha
extrañado que en ella no se levanta la esfinge de un héroe, sino la de un santo
que no conozco su nombre. Transitan coches por la calle estrecha, saludo
agitando la mano derecha y nadie me responde la señal…Las personas van
extasiadas dentro de sus vehículos, unos escuchando música, otros pensativos,
exhortos, lo cierto es que nadie me observa, no me determinan…Empiezo a creer que
me he vuelto invisible, ¡qué ideas las mías!, imaginarme invisible, con esas
ganas irremediablemente que siento de vivir.
Ahora camino en sentido recto, reflexiono y creo recordar, que
anteriormente, también anduve por este paraje largo, muy largo. Quizás correteando detrás de las mariposas o
viendo como los niños levantaban
papagayos, los que en otras latitudes llaman “cometas”. Siguen circulando
los automóviles, vuelvo a saludar y nada… > ¡Como o si no me conocieran ¡¿será
que tanta lluvia los hizo olvidar?>
Continúo caminando, atrás quedaron negocios, viviendas y
demás inmuebles…Ahora mi vista se enmarca en una montaña que se torna poca elevada,
pero es el efecto de la lejanía. Hago un alto a mi marcha, en el punto donde
finaliza el incipiente asfaltado, ahora es una trilla, donde arbustos de
diferentes tamaños, de cada lado la delimitan…Como un arrebato interno, tengo
la sensación de llegar a un destino, que desconozco y que me impacienta, como
una corriente densa de aire que no me deja parar…me empuja a proseguir…Cada
paso que doy, aunque pesado, la percepción es que debo llegar, alcanzar. Atisbo
que la trilla se ha amplificado, ya no está tan reducida…Escucho el sonido de
las carretas de un carruaje que se aproxima a gran velocidad. El ruido cada vez
es más ensordecedor. Se acerca y entusiasmado grito:
- ¡En hora buena, cochero ¡- Saludo al hombre que tira el
caballo y tampoco me responde.> Definitivamente… no me ve.> Mientras
que un dolor intenso recorre mis piernas, al tropezar con el armazón de hierro
de sus ruedas, eso creo…siento un golpe
que como una descarga eléctrica me tumba… un impulso repentino me levanta.
Sacudo mis ropas, con el ruedo de mis faldas limpio mis botas y decido avanzar.
Si, sigo con mi ímpetu de querer arribar a dónde no sé …Como
si me estuviera aguardando una meta mí último rumbo. Ya cansada, agotada por tanto
anda, pero, la brisa mañanera y la luz del tenue sol me permiten divisar un
gran portal, es alto y ancho, de estructura de madera.
-< ¡Oh, posiblemente sea la puerta de un camposanto!
< Pensé.
Llegué a la entrada. Efectivamente, aquí me encuentro en una
necrópolis. No puedo decir que sea pequeño ni grande, pero > ¿qué hago
aquí?> ¿Qué fuerza me invitan a adentrarme en este lugar? ¿Por qué
interrumpí mi cuento, ese que aún no le consigo conclusión y acabo aquí, como si
me hubiesen ofrecido una tarjeta de invitación para un agasajo final?
Entré y como sonámbula, otra fuerza repentina ajena a mi cuerpo me toma de la mano derecha,
es fuerte, resistente. Me conduce hacia un lado apartado, casi al final del
camposanto y hace que me detenga frente a
una lápida blanca, extremadamente
blanca.
Me inclino, se me humedecen
mis enaguas por el fangal que dejó la persistente lluvia, solo observo una
cruz de ornamento de hierro labrado y de reducido tamaño, frente a una lápida
de mármol de vetas blancas, en cuya incrustación se lee: “Aquí yace la niña
Gabriela María, de ocho años, nuestra Gaby. Finada el 16-08-1925, en un
fatídico accidente. Las ruedas de una calesa cegaron su temprana vida. Con amor
Vicente y Josefina, sus padres”
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