SINOPSIS
Relato de mi niñez de cómo empecé a perder la inocencia
La época de navidad en esa ciudad es muy singular, la celebración se empieza a preparar desde el mes de octubre. En agosto, los comercios ya ofrecen en venta las tendencias o estilos de los adornos navideños y en los primeros días de noviembre, en las salas de las residencias ya están colocados para exhibición de amigos y familiares, el “árbol de navidad” protagonista de las fiestas. En los hogares de tradición religiosa nunca falta un Belén o pesebre, como también se le llama en otras latitudes. Todos esperan la noche buena del 24 de diciembre para la gran cena familiar, que igual se unen amigos, vecinos y conocidos. Entre villancicos, gaitas, brindis y buenos deseos, la comunidad católica- cristiana espera las 12:00 para celebrar el cumpleaños de Jesús de Nazaret, el Profeta, o el Hijo de Dios, como también se le reconoce, es decir, a Jesucristo.
Como tradición se intercambian regalos, pero la usanza más relevante, trasladada de generación a generación, en que se acostumbra a recordarle a los niños, que ese día, 24 a las 12:00, si te “portas bien” el Niño Jesús o Santa Claus, te trae regalos y dones, esos que previamente escribiste en una lista y que anhelaste durante todo el año verlos realidad en esa mágica noche. Además, se debe hacer un gran esfuerzo de “sacar” calificaciones sobresalientes en el colegio y de distinguirte en el “cuadro de honor” en la cartelera estudiantil, porque sino, el Niño Jesús o Santa Claus, Papá Noel y demás denominaciones conocidas, no te traen nada en su bolsa, ni te dejan golosinas en los calcetines, ni colocan el regalo tan ansiado debajo del árbol, como compensación del buen “comportamiento” durante el año.
Todos celebraban en ese hogar la llegada de navidad: padres, hijos, tíos, primos y demás familiares. Menos la abuela, que siempre estuvo distante del árbol y no participaba en intercambio de regalos. No aceptaba ningún obsequio en esa fecha del año, siempre decía “eso no es para mí “, y se retiraba a su habitación antes de iniciarse el intercambio de las ofrendas, actitud perennemente respetada por los familiares. Siempre me intrigó sobre el por qué la abuela nunca le gustaba esa “parte” de la programación de la celebración.
Un domingo, después de las festividades, mis padres acostumbraban a visitar a mi abuela y por lo general compartíamos el almuerzo familiar, en una de esas oportunidades, después del almuerzo, me introduje en la habitación de la abuela. Era un dormitorio espacioso, con un ventanal del lado derecho, que, a través de él, podía divisar parte del jardín. Tenía un escaparate que parecía una obra de antigüedad, ella decía que la madera era de roble, existía dos camas individuales juntas, una la ocupaba ella y la otra, la que fue de mi abuelo, que permanecía intacta, solo se cambiaban las sábanas. La abuela ere del pensar, que los lechos tenían que vestirse con bonitos y buenos edredones, porque allí yacía un cuerpo cansado, que podría despertar o no, al otro día, porque la vida era hermana de la muerte. Así que, para mi abuela, si no despertabas, el “alma”, ya descansada confortablemente, se elevaba y se iba tranquilamente con el Ángel de la Muerte, supuestamente al Cielo o al Cosmos.
No estuve educada para escudriñar las cosas de mi abuela, pero me intrigaba, que siempre tenía el escaparate bajo llave. Mis hermanas mayores decían que guardaba “secretos” y “tesoros”, porque había sido novia de un marinero que había llegado a orillas del Mar Caribe y que había recibido de éste muchos obsequios, hablaban de piedras preciosas, joyas de oro, hasta manteles tejidos y bordados a mano, traídos de Europa.
Ese día me propuse a ubicar la llave del escaparate que me mantuvo intrigada mucho tiempo. No la conseguí por casualidad, fue un ejercicio mental que me costó pensar por algunos días, entre acertijos y jugando a los enigmas, ya cuando me rendía por tanta busca, la encontré. Allí, dentro de un angosto ruedo de la cortina del ventanal estaba la deseada llave. ¡Qué ingenio de la abuela! La tela de la cortina era de gobelino, de textura gruesa y precisamente por lo angosto del ruedo, la llave la acompañaba un cordón que la sujetaba, cuya punta hacía que éste se deslizaba dentro del ruedo y de la misma forma, emergía la resguardada llave de su escondite.
En ese momento la abuela y mis tías estaban en plena faena de conversación y mis hermanas reforzando clases de inglés, que una amiga de mi abuela, de origen trinitario les ofrecía con prácticas del idioma.
Yo, sola en ese dormitorio, me sentí como una heroína, por la hazaña que mis hermanas no habían logrado. El escaparate tenía dos puertas, que abría la misma llave, al lado derecho colgaba ropa y en la parte baja, sus calzados. En la parte izquierda, objetos personales dentro de un cofre grande de material plástico, que se podía abrir fácilmente: peinetas, bisuterías, una brújula y tres relojes. También estaba un álbum de fotos, en blanco y negro, delicadamente guardado en un forro de fieltro color negro. Igual, otro cofre pequeño de madera tallada, pero ese sí estaba bajo llave y deduje que allí se encontraban depositadas las tan comentadas joyas y piedras preciosas de las que tanto hablaban mis hermanas. Había también, productos de tocador: polvo fácil, crema para el rostro, frascos de perfumes, champú y una gran línea de pañuelos.
Pero lo que más me impresionó fue una caja de cartón de tamaño mediana, parecida a la de guardar zapatos. Dentro de esta estaban unas libretas, manuscritas y que pensé al instante, que posiblemente eran recetas de cocina de las que preparaba la abuela, pero como sentí pasos que acercaban cerré rápidamente la puerta del escaparate, salté a la ventana, introduje la llave por el ruedo de la cortina y ¡zas¡, me tiré en su cama, simulando dormir. Era mi mamá que me anunciaba que ya nos disponíamos regresar a nuestra casa, pero al incorporarme observé que una libreta había quedado afuera, en el piso. No me quedó más remedio, que agarrar la libreta, metérmela entre mi bolso y despedirme como si nada hubiese sucedido.
Nunca me había imaginado hacer, lo que siempre me habían prohibido: respetar y jamás tomar lo ajeno. Me sentí avergonzada y con un sentimiento de remordimientos porque no tuve oportunidad de regresar la libreta a su lugar de origen.
Al llegar a mi casa era tan intensa mi curiosidad, que me atreví a hojear las anotaciones de la libreta, que para mí sorpresa, no eran recetas de cocina, era una nota cuyo destinatario identificaba a Santa Claus:
“Irreverentemente, me obligo a decirte esto: sí en verdad eres el Santa Claus, el Papá Noel, el Niño Jesús, el Santo más bondadoso del Cielo, casi el Todopoderoso, tengo una necesidad enorme de solicitarte una respuesta: ¿dónde están mis regalos? ¿qué has hecho con ellos? Si no eres el “culpable”, sino las mentiras de otros, entonces por favor, ayúdame y guíame, si eres un santo. Estoy por pensar que el desacierto de mi vida fue creer en tú existencia, entonces no es tú responsabilidad. Son todas las mentiras que me dijeron tantos años. Pero, si en realidad existes, es mi destino y me pregunto... ¿en qué me equivoqué? Soy como quien dice una “buena persona”. Desde muy niña me enseñaron las virtudes de ser “buena gente” y me he portarme bien y así he condicionado mi conducta. En mi contexto de interpretación aún no he hecho, una situación que se pueda calificar de “mal” o “malo”. He respetado, he cumplido con mis deberes y ahora en esa encrucijada de pensamientos sueltos, quiero expresarte que necesito mi “recompensa” como “gente buena”. Requiero que me otorgues lo que me corresponde. ¡Yo me lo gané y estimo estás en deuda conmigo! No, no me vengas a sabotear con lo que tengo, no es el “haber”, es la “deuda”. Ese espacio, ese tiempo, esa esperanza perdida y esa fe que se fue esfumando en espera de lo que justamente pensé que me correspondía. Tú sabes lo que preciso, lo sabes porque te lo he solicitado tantas veces. Por favor no demores, no vaya a suceder, que cuando te acuerdes de mí, ya he fallecido y no quiero morir resentida contigo. Lo solicito ahora, en este instante y de esta manera, clara y franca. Han sido ya muchos años en” lista de espera” y mí regalo no llega. Me obligaron a portarme “bien” y muchas veces me siento estafada.
Necesito de tu presencia.
Atte.
Carmen Leticia.”
Como no pude regresar la libreta a su sitio, aunque lo intenté, quedó conmigo y aún la conservo.
Pasaron algunas lunas y una vez, en sus postrimerías, porque ya estaba en el lecho de enferma, pero conservaba intactas sus facultades mentales, la encontré pensativa, con su mirada fija sobre el ventanal. Era una mirada distinta, no vivaz. Fue como si esa contemplación abarcara un lejano y profundo recuerdo. Le pregunté quedamente, pero, impresionada por la mirada: “¿abuela en quién piensas? Me respondió: “en el imbécil de Santa Claus, él es un fraude”. “No creas en él, no existe”. “Haz lo que te plazca, pórtate como quieras”.
Una semana después, el Ángel de la Muerte, cómo lo llamaba ella, la vino a buscar un sábado del 29 de abril.
Yo tenía 8 años, confesarme mi abuela sobre la inexistencia de ese personaje, fue mi primera experiencia en la pérdida del mundo de la inocencia. Parte de mi virginidad de la candidez partió con esa revelación, llegando en mí la acción del discernimiento y nunca más creí en cuentos, ni en leyendas….
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