SINOPSIS
Reflexión sobre los ritos de la muerte en épocas de pandemia
La muerte de cualquier hombre me disminuye,
porque estoy integrado a la humanidad,
por eso nunca preguntes, por quién doblan las
campanas: ¡doblan por ti!
(John Donne)
Quién no ha leído que, en los libros denominados de “autoayuda”, cuando es enfocado el tema de la religiosidad, se detecta que algunos autores, desde su punto de vista, sugieren que la vida trasciende más allá de la muerte.
Si la muerte es el fin de las actividades vitales, trascendentales del cuerpo humano, lo que tenemos más seguro es, que en algún momento nos enfrentaremos a ella, sin analizar las vías, porque puede ser por causa natural, violenta, accidental o por el suicidio. Definitivamente, todo lo que nace tiene un final. En lo particular y por aspecto educativo, me enseñaron a aceptarla la vida como un tránsito en la existencia del ser y de toda especie viva, y por conclusión,” la muerte es parte de la vida”.
El origen etimológico de la palabra proviene del latín: mors, mortis, vinculado a la raíz latina mori, que origina el verbo morir. Que, en el centro lingüístico forma los vocablos: moribundo, mortales e inmortales.
El ritual de la muerte es parte de la antropología y de la cultura de cada país, desde la antigüedad hasta nuestros tiempos, la historia muestra diferentes ritos. Así se tiene verbigracia, por mencionar uno, en Egipto, antes de la dinastía, los cuerpos se sepultaban en las arenas del desierto desprovistos de ropaje, colocándolos en posesión fetal. Utilizaron el embalsamiento para la realeza y personas de altas fortunas. Los faraones, considerados como dioses en la tierra, al fallecer, alcanzaban un nivel divino y, por ende, eran momificados, ese culto fue adquirido, posteriormente, por el hombre común.
Si repasamos las concepciones religiosas, se muestra que, en la católica cristina, se profesa que el destino del difunto está en manos de su propio comportamiento en vida: así será recibido en el “cielo o en el infierno”, por lo que en algunos creyentes no está concebida la cremación. Se entierra el cuerpo y se le efectúa el velorio, las exequias, que consiste en la exposición del cuerpo en salas velatorios o en otros espacios, hasta que sea sepultado en su último destino, el camposanto o cementerio.
Para los budistas, la muerte no se acaba con la vida, es necesaria y útil, porque se cree en la reencarnación de diferentes vidas, concebida como eterna.
En zonas del continente africano, alaban al difunto, aunque lo lloran, lo honran cantando y bailando, para que el muerto no permanezca en su residencia.
Los hindúes creen en la eternidad, por lo que su inquietud, no es la muerte, se liberan de ésta, su centro es la reencarnación, en la no- existencia terrenal. Con el fallecimiento de la persona, se une el alma individual con el alma universal, alcanzando la existencia espiritual, por ende, es esa la compensación de dicho credo.
En Latinoamérica, en el lindo y querido México, reconocido por su amplia cultura y tradición, el Día de los Difuntos es un acontecimiento emblemático en la región, declarado desde el 2008 por la Unesco Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Allí los muertos se ofrendan con alimentos y se acostumbra a elaborar “altares” donde enaltecen al fallecido, colocándole su fotografía, flores, cirios, pan, entre otros objetos parte del culto.
En este mismo orden de ideas, en la cultura occidental, rara vez nos enseñan la aceptación de la muerte, es un tema triste y temeroso, aunque es común, en las diferentes culturas y religiones, que el finado jamás se deja solo. En los funerales es acompañado por sus seres queridos, amigos y conocidos, inclusive, existen personas que han custodiado el cortejo fúnebre, desconociendo la identidad del difunto, solo los mueve el sentimiento de la solidaridad ante el pesar de los deudos que, en procesión, cargan el féretro.
En este periodo de pandemia por Covid-19, nefasto, complejo y penumbroso por tanta incertidumbre, porque aún se desconocen algunos aspectos de las futuras consecuencias, aunque las voces de los economistas, pedagogos, y sociólogos, ya vaticinan un escenario nada alentador en las áreas, económicas, sociales y educativas, aparece un protagonista: la muerte, mermando la demografía a nivel mundial, enlutando hogares y manteniéndose al acecho, esperando la próxima víctima. Nadie está seguro, ninguno está exceptuado, los más pesimistas, como me dijo una amiga: “me siento como en una posición o modo en “lista de espera” porque a casi todos mis familiares los tocó, dos fallecieron y los demás están por recuperarse”. Esa posición es negativa, pero es la verdad, en caso de que nos alcanza el virus, tenemos dos opciones: sucumbimos o sobrevivimos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) anuncia periódicamente, cifras significativas de fallecimientos y de contagios en el mundo. La prensa internacional, reseña que víctimas del virus, en algunas regiones, han fallecido en sus propias residencias, retirando los cadáveres las autoridades sanitarias y depositados en fosas comunes o en lugares disponibles previamente para ese fin. Para otros, el destino es la cremación. Lo cierto del caso, es que el protocolo para ser inhumados o cremados solo permite un numero de uno o dos familiares para permanecer presentes en ese final trance, que se supone, es el último recuerdo que permanecerá en el mundo terrenal del extinto, en la mente de sus deudos.
En el pasado quedó la compañía, las reuniones de familiares y amistades, que en los establecimientos funerarios eran efectuados para darle el último adiós y despedirlo hasta el sepelio, su última morada. Detrás, también quedaron las plegarias presenciales, los rezos, con cantos religiosos y el discurso alusivo al interfecto, leído por el más allegado, que en ciertas idiosincrasias se acostumbra a exponer, frente a los presentes.
Igual, en estos tiempos, no ofrendamos con flores, ni pudimos introducir en su féretro o en la bolsa plástica biodegradables, algún objeto de pertenencia o alguna reliquia religiosa, como “compañía” para el fallecido hasta al llegar “al más allá”. En el aquí y en el ahora, los enaltecemos en silencio. En algunos casos, no hubo oportunidad para la despedida, ni el postrimero beso en la frente, ni un ligero toque en su piel. También quedó pendiente la bendición de una madre o de un padre, la sonrisa que quisimos recibir de una dulce abuela, el abrazo de un hermano, del esposo, de un hijo o del querido y apreciado amigo... Es que la pandemia, así como nos cambió la vida, también nos cambió la muerte.
Hoy viajan solos al último destino, posiblemente sin ropaje, sin objetos de pertenencia, sin crucifijos, sin medallas, sin rosarios u otros íconos de fe.
Cuando estoy finalizando este escrito reflexivo, vienen a mí, interrogantes que yo misma me formulo: ¿Volveremos a ser los mismos? ¿Retomaremos nuevamente, nuestras costumbres, usanzas y tradiciones?
¿Después de ver tantos fallecimientos, banalizar la muerte es una opción futura? ¿Surgirá otra sociedad con un nuevo orden, desprovisto de lo que ya no nos sirve como referente global?
¿Habrá otro Ernest Hemingway, que inmortalice en estos tiempos y dejar memoria, por quién doblan las campanas?
Aún no tengo respuestas, mientras tanto, recuerdo las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (Rima LXXIII) donde plasmó un sentimiento que hoy se me hace vigente, palpable, en todo el acontecimiento mundial
¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!...
! No sé; pero hay algo que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos, los muertos!!
Asimismo, evoco unas palabras de Leonardo Da Vinci, “Mientras pensaba que estaba aprendiendo a vivir, he estado aprendiendo cómo morir.”
Sin olvidarme de la Misa de Réquiem de Mozart…
En memoria a todos los que se han ido, con sentimientos de pésame y solidaridad a los que han perdido un ser querido por el Covid-19.
Ana Sabina Pirela Paz
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