SINOPSIS
Una leyenda que surgió de las aguas del imponente río Ariari, en Granada, Meta, Colombia y de la cual tuve el privilegio de conocer su génesis, por un sobrino del protagonista y la autorización, de que fuera comentada y escrita.
- ¿Jerónimo… ¿por qué te llevas al niño al río?
- ¡Mujer¡, deja la mortificación, llanero que se respeta, enseña al hijo a pescar”.
- ¡Hombre ¡no ve que ya es tarde...el río va por crecida y toma su territorio."
- ¡Mujer ¡quédese tranquila... trataré de venir temprano”
Esa fue la conversación que mantuvo Carola, ante la decisión de su compañero, de llevarse a pescar al menor de sus hijos.
Jerónimo salió de prisa, agarró el morral, donde sobresalía la caña de pescar, se lo tiró a la espalda. Adentro llevaba la pequeña red de arrastre, con el “tóper” de la carnada, el termo del café, un refrigerio, todo lo suficiente, que para él suponía, le hiciera falta. Tomó de la mano derecha a Pedro Luis, así se llamaba su hijo de 8 años de edad y en la mano izquierda, colgaba una “cava” pequeña, portátil, destinada para conservar el producto de la pesca.
Eran las 6:00 pm cuando se encaminó a su destino: el río Ariari. Iba aprovechando la puesta del sol y evitando el ruido de los lugareños y de los turistas, que, en época de verano, se veían plegadas sus aguas, por las regatas de “rafting” y el bullicio de los muchachos que se acercaban a sus orillas, en busca de un” chapuzón” o de las travesuras propias de la edad.
Jerónimo para su propósito necesitaba silencio, por ello se retiró a la parte intermedia, aunque caudalosa, pero lo suficiente lejana, fuera del retozo, de la algarabía espontánea de los jóvenes, que se escuchaba río abajo. Así lo pensaba.
Ya había recorrido un largo trecho, como un kilómetro. No quería alejarse mucho, no deseaba que el hijo se le cansara. Sentía ya en los dedos de los pies, la arena húmeda, que se calaba por los lados de sus sandalias, salpicándole piedras diminutas, por la pisada, producida, por la superficie irregular de los cerros de pedrerías, que se encontraban en todo el paso.
Llegó a su destino. Se divisaban otros pescadores, pero distantes, por lo que, para Jerónimo, la presencia de éstos, no le resultaba molestia. Allí estaba ante sus pies: el majestuoso río Ariari, él vivía no muy lejos de su desembocadura, en Granada, zona llanera del Meta, Colombia.
Por un rato contempló el esplendoroso afluente, que confirmaban las razones, sobre el por qué, los indígenas Guayapes, lo denominaron “éeri-éeri”, oro oro: con el brillo del sol, sus aguas se tornaban tan brillantes como el mineral dorado. Se sentía orgulloso, de haber nacido en esa tierra prodigiosa, por su naturaleza y su gente: alegre, sencilla y laboriosa.
Pescar era su pasión, en sus pensamientos, se cruzaban las imágenes de bagres, yumas o de cualquier otra especie, abundantes en las aguas, que para él eran benditas y bondadosas, por esa forma de proporcionar alimentos, para una población, que, aunque sus lugareños, poseían conucos de siembra de plátanos, yuca, maíz y potreros para el ganado, los había premiado la Providencia, con el Ariari, porque siempre de él, se extraía, en toda estación, buena cosecha pesquera.
Bajó su morral, armó su caña, colocó delicadamente en el anzuelo, lombrices, como carnada y mientras realizaba, su labor, con paciencia y dedicación, instruía a Pedro Luis:
” Hijo, debe ser así, la lombriz bien puesta, que no se corran, ni se salgan, la idea, es que el pez, muerda la carnada y su boca quede atrapada en el anzuelo. ¿Usted no ha escuchado el refrán que enseña que el “pez muere por la boca”? Pues sí hijo, ya lo verá y sentirá que cuando “pican”, empiezan a agitarse y es allí, cuando debe halar la caña. No se vaya a asustar, ni vaya a soltar la caña, hay que halar… Si no puede yo lo ayudo.”
Pedro Luis, vivaz, animado y dispuesto para su primera lección de pesca, expresaba:
- “¡Papa…! estoy listo!!” Dando saltos de alegría.
Mientras aleccionaba a su hijo, extendió una red de arrastre, para completar su faena. Tal y como lo supuso, no le fue difícil, la atrapada fue positiva, ya había varios peces dentro de la cava y faltaba el resultado de la red o atarraya, que, para sus cálculos, tenía que ser más copiosa. Se dispuso a prender la lámpara manual de gas, para alumbrase, aunque arriba, la luna, hacía lo propio. Una cara llena, deslumbrante, se asomaba como foco y guardián de la noche. Sus rayos de luz, se reflejaban en el caudal del imponente río.
Extrajo, de la mochila, un emparedado que se lo entregó al niño con un jugo pasteurizado de frutas y él, solo café, que resguardaba en el pequeño termo, que siempre lo acompañaba en sus noches y días de pesca.
Entretenido y concentrado en su "captura", habían trascurrido cuatro horas, cuando Jerónimo se percató, que los demás pescadores se habían retirado. Para su apreciación, el reloj debía marcar las 23:30.
- “Carola, debe estar preocupada, pero la noche está clara y el camino no es tan largo” Reflexionó.
- “Vamos niño, a recoger, mamá debe estar esperándonos”. Le dijo al hijo.
- “Papá, se escucha algo venir”. Pedro Luis, le advirtió.
- “Sí… la oigo…algún pescador, que quedó rezagado” Le respondió el padre.
- “Papá, se está acercando hacía nosotros… oiga”
El padre levantó la cabeza y fijó su vista, hacia donde percibía el ruido de una embarcación… A través, de la luz de la luna, observó que se trataba de una canoa, que venía lentamente, sin prisa, no se veían personas… alguna sombra, que no dudaba, que fuera un marino o pescador. Pero de lo que sí estaba seguro, que no era personal de la guardia costera.
- “Papá… ¿usted no ve que el caudal se ha puesto grande? Expresó con voz de susto Pedro Luis.
Jerónimo en ese preciso instante, gracias al aviso de su hijo, reparó que sus pies estaban totalmente mojados, hundidos en el agua y sus implementos de pesca también, los que hacía pocos minutos, habían estado reposando en la arena. Tomó conciencia de la llegada imprevista, intempestiva de la crecida de los fluviales del Ariari.
- ¡Hay que salir de aquí! Dijo el padre, con tono apresurado.
Pero a medida, que retrocedían, buscando salida, para alejarse de la corriente, observaban, el caudal en aumento y la a proximidad de una canoa, sin remos y dentro de ésta… una figura erguida, impresionante, altísima, subida a la proa…
Entre más se acercaba la embarcación a la orilla, iba incrementándose el caudal de las aguas, pero por la luminosidad de la luna, dejaba a la visión, reflejada, una imagen de un hombre… con un gabán negro largo y sombrero de copa alta del mismo color y zapatos de charol, cuyo rostro, no era posible, porque su postura daba la espalda...
Ocasión, donde pensó Jerónimo, sin perder la calma, aunque un escalofrío de angustia y miedo, sacudió su cuerpo….que el porte del enigmático hombre era temible.
Por ello, y como pudo, con todo su ímpetu, levantó a Pedro Luis, a quien le alcanzaba el agua, ya a sus hombros, rescatándolo de las aguas, desenterrando sus pequeños pies y poniéndolo en posición de nado. Pero, él… aunque deseaba con toda su fuerza… no podía avanzar al margen del río, porque el agua ya casi cubría sus piernas y la canoa se avecinaba, impidiéndole, el oleaje, asirse a algún tallo o rama de un arbusto, que permitiera encontrar un sitio seguro.
- “Lo que viene no es humano”. Con asombro exclamó Jerónimo.
- ¡Corre, corre, hijo…! Con voz estruendosa, gritaba Jerónimo.
- ¡Ese es el diablo!
- ¡Pide ayuda hijo!! ¡Sálvate!
El niño logró llegar a la orilla…y a toda rapidez, salió en dirección al pueblo.
Bruscamente y con gran determinación, Jerónimo sacó el tabaco que había introducido en el bolsillo de su camisa, al salir de su casa y con las pocas cerillas, que le quedaban, prendió el “puro” y con la velocidad del rayo, se lo lanzó a la apariencia, que aún se mantenía rígida en la proa del extraño bote...
Jerónimo recordó que alguien le había aconsejado, en ese momento no recordaba su identidad, que cuando se divisaba un espectro, que no pareciese humana, había que prender fuego, ponerle luz, sea con un cigarrillo, una vela, una lumbre o un trozo de leña y lanzársela a la apariencia, única forma para que el “mal” se disipara. Que, de esa manera, se espantaban los fantasmas, los espectros, los espíritus o cualquier entidad perturbadora y desde cuando supo de esa recomendación, aunque él no fumaba, ni su mujer tampoco, ni ella sabía, sobre el por qué, él guardaba entre sus cosas, “por un si acaso “, el remedio para alejar los aparecimientos, cuando la vibra se ponía “mala”, los tabacos ni las cerilla nunca le faltaron.
Efectivamente, la sombra se desvaneció bruscamente y de la embarcación… ni rastros. Era como si las aguas los hubiese consumido, mar adentro y las aguas volvieron a su normal nivel.
Llegaron cansados, sudados, por el efecto de la exitación y del susto. Primero el niño que corrió a los brazos de su madre, cubierto en llanto, quien los esperaba en el patio de afuera, de la rural vivienda. Jerónimo, llegó después, con los ojos dilatados, explayados y sin nada entre las manos, clamando:
- ¡Carola, Carola!, ¡ayúdame… ¡vi al diablo! Era el mismísimo diablo, no tenía rostro, para que no lo conocieran. Solo se mostró de espalda y con ¡percha fina ¡
- “¡Carola…el río casi nos traga! Estoy seguro, que el diablo venía por mí, pero me dio tiempo de encender el tabaco y tirárselo y así fue como se regresó el agua, río profundo, como un tsunami y desapareció el malévolo.”
- “Jerónimo… ¿tomaste cerveza? Interrogó la mujer.
- “No, no mujer, desde que le hice la promesa a mamá, antes de morir, no he bebido más y de eso hacen ocho años.”
¡Y tan buena pesca que recogimos! Se lamentaba Gerónimo.
- “Jerónimo… ¿te acuerdas del refrán? “el que no quiere ver fantasmas, que no salga de noche”- Puntualizó la mujer.
Esa historia, es auténtica, comentada y recordada por los familiares y pobladores de Granada, en el Meta, Colombia, narrada por el propio protagonista, Jerónimo, quien aún vive y expresa con certeza:
“Esa noche, el diablo venía por mí.”
Después, que me contaron esta leyenda y realicé el relato, de vuelta a mí país, hurgando en los estantes de mi biblioteca, me topé, con un viejo libro de historia sobre la religión, con una cita de John Henry Newman, extinto presbítero anglicano, convertido luego en cristiano, declarado Venerable en 1991, por la Santa Sede y en el 2009, Benedicto XVI, lo proclamó Beato: “Aquél que ha visto un espíritu, ya no podrá estar como si nunca lo hubiera visto”.
Ana Sabrina Pirela Paz
(Buenos Aires, enero 2021)
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