EL REFLEJO DE UNA CONFIDENCIA
“Cada lágrima enseña a los hombres una verdad”
Platón
“Mi dolor es muy común y humano,
falleció un ser querido.” Respondió la mujer, con tono rápido y cortante.
“Te acompaño en tú pesar.
Siempre es triste ver partir a un ser amado. Conozco el sentimiento.” Dijo
el hombre, inadvirtiendo el sonido de la voz de su interlocutora.
¿No te importuno, que me quede
con vos un “cachito”? Así platicamos de tú congoja y la mía. “
La mujer asintió con un
movimiento de “si” con la cabeza y con un gesto de mano, lo invitó a sentarse en
la mesa que recién ocupaba. Se encontraban
en una cafetería “Havanna”, ubicada en la avenida San Martín de la ciudad de
Buenos Aires. Él, un hombre buen parecido, de estatura alta, contextura atlética,
cabellos canos, tez blanca y ojos color miel, aproximadamente de setenta años. Ella,
vestida totalmente de negro, como si exhibiera su duelo, de mediana estatura, delgada,
los lentes obscuros impedían ver con claridad el color de sus ojos, pero se percibían
vidriosos, quizás por el efecto del llanto. Ni un buen observador, por el
aspecto demacrado que lucía, difícilmente, le podía calcular el tiempo de edad.
“Ya sé lo tuyo. te voy a compartir lo mío. Tengo un nódulo de
palabras que me atraviesa la garganta y hoy, se me hace necesidad extirparlo.
Como expulsar todo lo dañino”. Agregó el caballero.
“Te cuento…Los pesados años
han pasado, esos que llamamos los del sacrificio, los del esfuerzo para
levantar la familia y subsistir en un ambiente digno. En la presente etapa, están presentes otros,
dicen que de la cosecha. He reflexionado y me declaro el peor sembrador, es
decir, un “perdedor” como dicen los chicos de hoy.
“¡Heme aquí ¡desahogándome con
una desconocida, es la mejor confesión porque vos no me conocéis, solo develaré
lo que tengo atragantado en la garganta, un grito, que no dejo escapar, por
vergüenza, pero existen noches que me sorprende la humedad de los ojos y sé que
han sido lágrimas. Pensé que las últimas fueron las que se asomaron inclinado en
el ataúd de mi esposa, hace quince años”
“Te digo, que, a mi vida, ha
llegado un oleaje de ingratitudes, recibidas de mis propios hijos, y no fue que
deseé que hicieran lo que yo había realizado. No, ni siquiera sugerí que
siguieran mis pasos. Mi anhelo solo fue uno: reverencial el respeto. Amor les di,
creo que los empalagué, ese sentimiento es espontáneo, es como un regalo, que
sin esperarlo se entrega. Luego, arribaron los nietos, me llenaron de alegrías
y ternuras, ya adolescentes, ni el saludo responden. No te miran de cerca, solo
de lejos, como si fueras un fantasma. Ellos saben que existo, pero ni te tocan
y si afianzas los hechos, podrás darte cuenta, que los padres aprueban esa actitud,
con un silencio mordaz, que hace daño, porque la indiferencia hiere y ofende. Los
padres no tienen autoridad sobre sus hijos, porque apartaron la disciplina, que
no debe confundirse con maltrato, es todo complacencia. No hay modales ni
educación, condiciones que no están servidas, ni en la mesa los pocos domingos
que me visitan. Son una masa pequeña de personas, que me parecen ajenas. Se
presentan por compromiso, no por afectos. Llegan apresurados todos, como
cumpliendo una obligación.”
La mujer entendió, que era
menester escucharlo. Miró su reloj y llamó al mozo, ordenó un servicio de
desayuno y más café. El hombre la imitó.
“¡Heme aquí! Creí que los
había educado con ejemplos y con la palabra sabia que enseña. Pues, no fue así.
Empiezas a darte cuenta de que ni te escucharon y ni te escuchan, pasado y presente,
fue lo mismo. Cuando les hablo nadie me responde, ni hijos, menos nietos. Todos
sumergidos con la mirada en sus móviles.” Prosiguió hablando.
“La otra noche hice un
experimento. Sabía, que venían a las 19 horas y los invité a cenar. Preparé
milanesa con tartas a la capresa, acompañada de ensaladas verde y pan de
orégano a la plancha. Llegaron todos, incluyendo la yerna, Milena, esposa de mi
hijo mayor, que ni me determina. Se sentaron todos en la sala, cada uno con sus
teléfonos en manos. Parecía que alguien, desde afuera, les diera instrucciones,
porque como autómatas, hacían y repetían la conducta grupal.”
“Coloqué la mesa: platos,
cubertería y bebidas. Todo dispuesto, inclusive la ensalada, para que ellos se
sirvieran la porción que quisieran”.
“Vengan, acérquense a la mesa,
todo está servido. Primer llamado.”
“¡Vamos ¡la cena está lista. Segundo
llamado”.
“¡Se les va a enfriar la cena!
Por favor, pasan a la mesa. Tercer
llamado”.
“Ninguno reparó el llamado, se
les enfriaron los alimentos. Al final, se llevaron las porciones para comer en
sus propios domicilios. Un encuentro donde deseaba que, en el experimento,
resultara diferente a lo que me imaginé, pero surgió una confirmación.”
“Estoy enterrado en el mar de
las ingratitudes, ni una compañía merezco, ni una conversa, donde pueda aflorar
un chiste o una anécdota, ni concordar un juego de mesa compartido. No, nada,
es un silencio. La bulla está dentro de sus móviles, con amistades imaginarias
o no. ¿será que ya están en el metaverso, y yo estoy fuera de él? Se
interrogó el hombre.
“Llegué en el año 1954, muy chico,
de la mano de mis padres, que, desde Italia huían de la segunda guerra, y labré
lo que mis padres me enseñaron: trabajo, valores y principios. Creía haber plantado
con buenas raíces, ahora me siento culpable y me interrogo, reflexiono y me
cuestiono… ¿en qué fallé”?
“Tengo una respuesta y creo
que esa fue la debilidad. Hace quince años, cuando falleció Natalia, mi esposa,
decidí repartir mis bienes. Se elaboró la declaración sucesoral y aproveché
efectuar, legalmente, la división de la comunidad hereditaria. Al principio, la
familia se mantuvo unida, y con apariencias de felicidad. Todo era armonía y
amor y hasta modifiqué la directiva de las empresas. Al hijo, primogénito lo
designé presidente y al otro, gerente de otras. Mi nombramiento fue de
consultor general, para que ellos tomaran definitivamente, el control administrativo
de los fondos de comercios. Para aquel entonces, estaba muy abatido, el cáncer
de mi mujer me devastó, no tenía ánimos de continuar al frente de los negocios.”
“Después, a los pocos meses,
el comportamiento de mis hijos cambió. Reconozco que vivan ocupados por las
múltiples actividades laborales, pero eso de ignorarme, posteriormente, hasta
relajarme de las funciones de “consultor”, no lo acepto. Nada me anuncian, ni me
requieren ninguna asesoría, aparte de no informarme absolutamente nada de cómo va
la administración. Cuando les solicito razón por cualquier venta o decisión, me
envían un mail con un “informe” adjunto donde ni explican ni aclaran.”
“Deduzco, que, si no hubiese
repartido el acervo hereditario, aún conservaría el vínculo familiar unido. Comprendí,
que se deja de ser respetado, en el momento de no poseer control sobre los
bienes materiales. Allí se diluye todo, te empiezan a mirar como una rémora. Le
di lo que ambos hijos querían y al hacerlo, dejé de ser de interés para ellos.
Pierdes fuerza moral. Descubres que lastimosamente, “eres lo que tienes y no lo
que eres”. Seguiré meditando, desde cuándo se desvió ese comportamiento y a lo
mejor, tengo responsabilidad. Creo haberlos criado en un ambiente de amor,
aunque con mucha complacencia…Si retrotraigo el tiempo, no repartiría herencia.
Dejé algo de recursos para mi vejez, por si deciden internarme en un asilo y el
pago de servicios funerarios, para que en mi muerte no desembolsen ni un peso”.
¿Y vos no queréis hablar?
El hombre observó a la mujer, que en toda la conversación lo escuchó en silencio,
con la mirada fija en la de él.
“No, no deseo charlar, pero le
diré algo: su aflicción es de vieja data
y quizás continuará… seguirá viva en las sociedades del presente. Ya alguien
habló sobre las ingratitudes de los hijos. No fue un renombrado escritor, pero
la definió en una célebre frase. Permítame compartírsela”. La mujer sacó
una hoja de papel y con bolígrafo en mano, empezó a escribir con ademanes de
haber memorizado la cita:
” La ingratitud más odiosa,
pero también la más común y antigua, es la de los hijos hacia sus padres”,
lo dijo Luc de Clapiers, Marqués de Vauvenargues (1715-1747).
¿Y vos nunca has sentido
ingratitudes? Interrogó el hombre.
“Dejaron de existir. Las
enterré hoy”. Contestó la mujer, mientras secaba con una servilleta la
humedad del llanto de su semblante.
La dama se levantó del asiento y
sin despedirse, salió del café con paso lento, pero firme. El hombre la observó hasta que su figura se
confundió con el resto de los transeúntes que avanzaban sobre la citada
avenida.
Ana Sabrina Pirela Paz
(febrero 2022)
Felicidades, buena narrativa,sigue adelante, el escrito debiera tener una foto de la escritora
ResponderEliminarHay un dicho judio.....una madre puede criar 10 hijos...pero 10 hijos no mantienen un madre
ResponderEliminarVeo qud le sos infiel a tus relatos
ResponderEliminarAna, cuando los pájaros abandonan el nido, se olvidan de sus padres. Son muy pocos los hijos que mantienen el sentido de pertenencia familiar. Hasta ahora no he sentido la ingratitud, porque desde niño les sembré con afectos el sentido de pertenencia.
ResponderEliminarQuerida Autora, muy sentido el relato, de gran reflexión, que nos deja una lección,el valor que cada día debemos darle a nuestros pilares, guías, retornar ese amor incondicional y rescatar los valores y principios que fundan en nosotros y muchas veces se ven olvidados en el tiempo!!!
ResponderEliminarRealmente es un relato muy apegado a la actual realidad, donde los hijos no valoran a sus ancianos padres y viven sumergidos en el mundo irreal de las redes sociales. Excelente relato. No obstante se que hay muchos hijos que honran y aman a sus padres. Doy gracias a Dios.porlos padres que me dió y por mis buenos y amables hijos.
ResponderEliminarRealmente es un relato muy apegado a la actual realidad, donde los hijos no valoran a sus ancianos padres y viven sumergidos en el mundo irreal de las redes sociales. Excelente relato. No obstante se que hay muchos hijos que honran y aman a sus padres. Doy gracias a Dios.porlos padres que me dió y por mis buenos y amables hijos.
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