Desde que entró al local, eran las 8:30 am, Rosalba lo vio,
era como si estuviera destinado a encontrárselo, a tropezar con su figura y aproximársele
como autómata en busca de una respuesta. Sin
embargo, no lo hizo, un impulso la contuvo, reflexionó: <es un extraño>,
pero, una fuerza interior la motivaba a llegar a donde estaba el enigmático
hombre.
Estaba en la cafetería
de estilo europeo, frecuentado por los inmigrantes residenciados en el sector.
A esa hora de la mañana, el sitio olía a café recién molido, a pan horneado, olores
que se mezclaban con las diferentes fragancias de los asistentes, quienes se
disponían a desayunar dentro de un torbellino de voces, unas saludando, otras entre
risas y susurros, dando la sensación de que se encontraban reunido para la
celebración de algún acontecimiento que tenían en común.
La mujer continúo mirando fijamente su objetivo, siguiendo la
incitación interna que la empujaba a detallar la imagen masculina, la que se mantenía
apartada del resto de las personas, sentado con un periódico abierto en mano,
que no leí ni ojeaba. Él tenía la vista desviada, perdida, sin ubicación.
> En cualquier momento, él despertará de su letargo, se
sorprenderá y retomará su presente> -Se dijo.
En ese ángulo aislado
de la sala del café, ausente en su mirar y desprovisto de gesticulación, le
daba la impresión de que posiblemente, se tratara de una estatua viviente, que,
como atracción recreativa y turística adornaba el lugar. igual a las que se exhibían
en las calles de San Telmo o de algún otro barrio de la ciudad, pero por un
momento se cruzaron sus ojos, por lo que, forzosamente desechó ese pensamiento.
No quería pasar por entremetida ni por atrevida, simulaba no percatarse
de la mirada. La de ella persistente, la de él > un reflejo natural de su
cuerpo> según su conjetura. No porque habría sentido la perspicaz intensidad
de sus ojeadas, sino que, por puro azar, ambos se detuvieron a observarse, como
si ubicaran un punto coincidente. Él se preguntaría < ¿quién es? …la conozco?>
Ella, le respondería mentalmente: < no te conozco, solo me intrigas.>
Lo avistaba con más
precisión, la edad le era difícil calculársela. El cabello rigorosamente
peinado, de color castaño oscuro, escasa barba con puntadas canosas, un semblante
muy, muy serio, parecido a los rostros de las imágenes de los héroes nacionales.
Sentado en una silla de alto espaldar, estilo Luis XV, se le hacía imposible calibrar
su estatura. Así como fue intrincado descifrar el color de sus ojos, de
misteriosa y ausente mirada.
Rosalba supuso, que, con la fugaz colisión visual, el
caballero la invitaría a su mesa, pero, no, no hubo tal
convite. Pero ella, decidida, obedeciendo a un ímpetu inexplicable, se vio frente
al hombre:
— ¿Podemos compartir mesa? —
Más perplejo que educado, con una voz queda,
simplemente pronunció:
—
Sí, puede sentarse.
Quiso tomar asiento frente a él, pero, le pareció más que
insolente. Así que se colocó ligeramente al lado derecho, donde lo podía seguir
determinando, soslayadamente. Un camarero, gentilmente, le trasladó su
refrigerio a la nueva ubicación. El desconocido no había ordenado nada, ni
antes ni después.
— ¿Gusta de un café?
—No, gracias. No bebo café.
—¿Un té, un jugo de frutas, un croissant? o algo de su preferencia.
No respondió. La incomodidad que sintió no pudo ser más
mayúscula. Dedujo que el individuo la
tomaba por molesta e inoportuna, pero, como había propiciado la situación, razonó
que debía dar un compás de espera antes de despedirse, para suavizar cualquier efecto
negativo a su audacia.
Por unos cortos minutos, interminables en su recorrido
mental, se analizó a sí misma, y surgió una inesperada revelación, que la volcaría
delante de su propio espejo.
Ella acostumbraba a escoger el silencio, si no tenía tema de conversación
importante que ofrecer, esos que bien valen invertir tiempo y del que se extraen
un fecundo conocimiento. También, atinó en recordar que tenía el hábito de
desconectarse, con la habilidad de obviar los obstáculos que se le
presentaran y que, por razones muy personales y por
voluntad propia, decidió andar sola, caminar en silencio, sin sombra ajena y
así fue forjando un espíritu de vida libre, la que le hacía sentirse
absolutamente plena, sin compañía.
Mirando por última vez al hombre, que seguía callado, sin
disposición de socializar, concluyó enfática:
->El centelleo de su imagen es mi propio yo, solo que en
versión masculina>
La mujer, ya sin la inquietud de la apariencia del caballero,
prosiguió desayunando.
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