Lo vio venir a través de la
ventana del portal de la cabaña, jadeando y empapado por la insistente lluvia,
que no cesó en toda la noche y que aún persistía en horas de la mañana. Traía
el rostro cabizbajo, oculto por la capucha de su impermeable, lo reconoció por
su color: un naranja fosforescente, utilizados para visualizarse en la espesa neblina
y también, por sus altas botas de montaña de tono rojizo. Para la mujer que lo
observaba, parecía un personaje de cuentos. Su andar siempre lento, como
arrastrando el peso de sus días, esta vez le parecían más calmosos.
Presintió que esta vez,
tocaría la puerta, ya que siempre acostumbraba a pararse delante de la entrada
y esperaba hasta que ella saliera. Le
dijo en alguna oportunidad que esa espera, era una actitud de respeto. En las
vacaciones el hombre la visitaba, después de una jornada labrando la tierra para
el cultivo de legumbres y hortalizas. Tenía que transitar una larga pendiente
para llegar a donde la mujer pernoctaba. Venía por una taza de café o un trago
de “calentaito”, una bebida típica de la región, elaborada con aguardiente
dulce de caña, canela, clavo de especias y papelón ingerida para apaciguar las
bajas temperaturas de la zona. Después, seguía su rutina, pero antes, le entregaba
la bolsa con “el encargo”: verduras o frutas.
Era respetado en el pueblo. Se
conocía como un hombre de notables virtudes. Hablaban de su bondad, laboriosidad
y, sobre todo, de un comportamiento cristiano.
La mujer le compraba productos
de su cosecha, mientras estaba de tránsito en el poblado por el asueto de
Semana Santa.
- “Toc, toc, toc” …Escuchó
el llamado con el compás de los nudillos de los dedos, esta vez eran rápidos y
más frecuentes, como apurando que le abrieran la puerta de forma inmediata.
- “Buenos días, señora. Le
traigo el ramaje de vegetales”
- “¡Adelante
Caicedo ¡Gracias…por favor, déjelas sobre la mesa”
- ¿Desea
café?
- “No. Esta vez necesito un “calentaito”.
La mujer se acercó a la alacena
y alcanzó la botella de la bebida. Le sirvió un vaso de medida mediana y sin
invitación, Caicedo se sentó en el desayunador de la cocina.
Se descubrió el rostro, tirando
la capucha hacia atrás de su cabeza. La mujer observó un semblante notablemente
agotado, ojeroso, con la saliente barbilla en el mentón. Las manos, ya sin
guantes, se le veían agrietadas, callosas, producto de la faena de la tierra
agreste. Se le hizo difícil calcularle
la edad, pero mostraba facciones de ser un hombre aún joven.
-Señora,
estoy cansado. Vengo de la otra montaña, la más elevada, la que está en el este,
¿la ve de aquí?... Allá está la condenada…. No he dormido en setenta y dos
horas, desde el viernes que me fui…Ahora me voy al pueblo…y quizás me trasladen
a la capital. Espero entregarme a las autoridades al mediodía, después que me dé
un baño, me afeite y me vista con ropa decente.
- ¿Y por
qué ha de entregarse a las autoridades Caicedo? ¿Pasó algo?
-En
estos días, mi mujer, me confesó que estaba preñada. No es mío. No me dijo de
quién era…Pero, no hacía falta. El corazón me habló… pero después que cometí la
desgracia. Maté al tipo. Le asenté solo
dos puñaladas: una cerquita del corazón y la otra se la penetré en la ingle,
allí cerquita de los testículos, para que recuerde en la inmortalidad de no
hacer lo mismo. Solo le di dos.
-Por dónde yo vivo, solo somos
cuatro hombres: mi hermano, su hijo de dieciséis años, el cura y yo…No dudé de
mi hermano, no tuve motivos, dudé del cura. Ella es muy rezandera y se la pasa
todo el tiempo vistiendo santos y limpiando altares. Me fui a la iglesia, el desdichado,
era joven y buenmozo, un patiquín, como diría mi mamá. Cuando me vio llegar
puso cara de susto, le temblaba la sotana. Lo agarré por el cuello y todo fue
facilito. Me gritaba…” Caicedo a usted, ¿qué le pasa?, por favor, no me
mate, llévese lo que tenga que llevar, pero no me mate”. Como si yo fuera un ladrón. No lo escuché, enceguecido,
le di…solo dos. Lo envolví en unos mantos que cubrían las imágenes sagradas y
aún está allí señora, tirado en el piso, frente al altar del Nazareno, el que
está listo para salir en procesión. No había nadie.
-Después regresé al caserío,
con mucha tribulación. Fui a buscar a mi hermano para contarle lo que había
hecho. Allí encontré a unas mujeres lloriqueando y gritando, pidiendo auxilio, y
a mi mujer desesperada, ahogada en sollozos. Mi hermano colgaba de una viga del
corredor que conduce a unos potreros. -Siguió narrando el hombre.
- La mujer impávida lo
escuchaba, como si adivinara el fatal desenlace. El campesino prosiguió:
-Asombrado, por lo que veía, se
me aceleró el corazón. Temblaba, más, sin embargo, como pude, lo descolgué y lo
sepulté debajo de un árbol de pino laso, que sembré hace años… Su hijo, me
ayudó a sembrarlo. Me preguntó: ¿Tío, por qué mi padre haría eso? - Matarse
él mismo, sin motivo. ¿Usted, sabe algo? - Solo él lo sabe, eso le respondí.
Mi mujer, seguía llorando. Nunca escuché un llanto tan ruidoso, ni vi lágrimas
más copiosas.! ¡La muy descarada!
- Señora, ahora, con la mente clara,
maté al hombre equivocado, a un inocente y para más culpa, un servidor de Dios.
Seré doblemente castigado. Quise matarla
a ella, pero espera un hijo, que es mi sobrino, que antes de nacer, ya es
huérfano.
. Voy a cumplir mi destino.
- ¿Quiere
otro “calentaito?
“No, ahora quiero que se me
mantenga fría el alma…Por pensar en caliente, cometí un homicidio.
- Puedo
acompañarlo hasta la Comisaría y buscar un profesional para que lo asista en su
defensa, podría ser un alegato sobre la teoría del arrebato e intenso dolor y
eso le atenuaría la pena, Infirió la mujer.
. No señora, no quiero defensas,
me quedaré como el páramo: desabrigado, yermo y frio.
Ana Sabrina Pirela Paz
(febrero 2022)
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