No estaba segura de que el olor que percibía provenía de un recuerdo o que su emanación fuese real, o posiblemente el que dejaba una temprana ráfaga de viento…pero… > ¿de dónde podrían proceder aromas de mar con aires de sensación de bienestar y plenitud > - Se interrogó.
Sabía que existía la costanera de un río, pero muy alejada de
la ciudad, lo que era imposible llegara el olor hasta el
lugar de donde se encontraba. Estaba en la planta séptima del edificio, deambulando
lentamente, sus pasos arrastraban la única fuerza física que le quedaba en su
vulnerable y frágil cuerpo. Fue por la pequeña ventana del pasillo que conduce
al ala “A”, donde se coló el aroma como una invitada inesperada que le hizo
despertar la producción de la serotonina.
>Pero la sensación es igual<- La reflexión la hizo
retrotraer un pensamiento que lo mantenía invariable, sólido, aunque hacía un esfuerzo
para resguardarlo, reposando en el plácido lecho de su subconsciente.
La fragancia que le entró a su olfato y que inmediatamente evocaba,
emanaba del mar… de brisa salada, de oleajes que sorprendían las riberas de las
finas arenas, adornadas como relieves, con restos de conchas marinas y de corales,
que bordeaban toda la extensa costa. Nítidamente escuchó el sacudir de las
palmeras y el danzar de los marullos, sonidos que semejaban conciertos de anocheceres
enervando sueños y con estos, la oscilación de románticos suspiros, que
energizaban los cuerpos sudorosos de los amantes.
No era un recuerdo vago ni imaginario, como el que la
visitaba en sus apacibles tardes. No, esta vez oía claramente los acordes de
una guitarra, entonada por las manos del hombre que amó y quizás amaba en su nostálgico
revivir.
Se acercó más a la ventana, asomó su rostro, olfateando como
un canino, rastreando la fragancia, abrió sus claras pupilas buscando el
paisaje anhelado, el que acobijaba su mente, sobre el que pedía, jamás desatender
en su memoria. Era el tatuaje en su cerebro e impresión de selladura en su piel.
Solo deseaba tener en su vista la imagen del mar: lo infinito
de un horizonte, con el resplandor del ocaso atardecer ribereño.
El efluvio continuaba …Respiraba profundamente y exhalaba…Rememoraba
entonces, el perfume envolvente del hombre que buscaba con certeza
una caricia: un beso prolongado, unas manos inquietas que atravesaron límites y
fusionaron dos cuerpos, atizando el postrero deseo de una despedida sin
retorno.
Oyó el aleteo de aves que apresuraron vuelo, bandanas que la acompañaban
en su partida, hasta se imaginó que las mareas descansaron y se apostaron
dormidas en la orilla. Aquella noche no esperó la luna, no era oportuna, cuando
el momento culminaría con un adiós inesperado.
Ese era su pensamiento: desolación y caída de un último sueño.
Se separó de la ventana, volteó a su alrededor, haciendo caso
omiso a los saludos del personal, que igual a ella caminaban por los pasillos. Entendió
que solo fue la lontananza de un recuerdo y que pronto abandonaría el centro de
salud donde estaba recluida, para irse a entregar al final trance, por ello
recorría por última vez los pisos de ese lugar.
Sabía que iba a morir, que pronto viajaría al país donde la eutanasia
era permitida legalmente, todo estaba previsto. Le hablaron del proceso rápido
y sin molestias físicas, seguía deseando como último anhelo, volver a pisar aquella
playa y apreciar otra vez el frescor de la relajante corriente marina y
enterrar en sus arenas un antiguo y arraigado dolor.
Ana Sabrina Pirela Paz
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